viernes, 18 de enero de 2013

Una historia de Juzgado de Paz, la reconciliación

 

Quiero recoger algunas historias escritas por originarios de Becilla de Valderaduey o, que aprecian esta Tierra de Campos, este pueblo, y relaten algo sobre algún aspecto general, o concreto que haya interesado, o llamado su atención.
Cada historia será como un eslabón de una cadena que nos conecte a todos nosotros. Para conocer un poco más nuestro carácter y sentir. Que nos acerque a una comprensión de que hacíamos y hacemos, los modos y comportamientos rurales.
Estas sencillas anécdotas nos mostrarán y definan las relaciones humanas y civiles. Como nos relacionamos con nuestras instituciones, las celebraciones populares, también los usos en el devenir de cada uno de los acontecimientos que se relatan para reflejarnos como eran y como somos los becillanos.
Una historia de Juzgado de Paz, la reconciliación
Esta es una historia, muy humana, de un lado la proximidad de los personajes, de otro una forma civilizada de enfrentar los intereses particulares y la propiedad privada. Ha llegado a mí esta historia de un día cualquiera, bastante lejano en el tiempo, que trato de acercaros que escribió don Paulino Castañeda Delgado. En ella se manifiesta muchos de los modos e instituciones en que descansaba nuestra convivencia rural tan inmediata y sencilla.
Hoy hace un calor sofocante. No es posible parar en casa; ni se puede estudiar, ni se puede leer.
Buscando un lugar fresco y tertulia para pasar esas horas de la mañana, he bajado al Ayuntamiento.
El Ayuntamiento de un pueblo no puede ser más sencillo; una sala amplia con dos mesas enormes, dos estanterías, una llena de legajos amarillentos y otra con un Diccionario Espasa que nadie usa; una máquina de escribir bastante buena y un artefacto que no sé cómo se llama que sirve para tallar a los quintos.
Da acceso a la sala una escalera crujiente, que deja a la derecha el calabozo, en el cual ni los más viejos del lugar recuerdan que haya estado encerrado nadie.
Junto a la puerta de la entrada hay un árbol –uno solo- retorcido y prematuramente viejo que, en esta plaza con un calor canicular y tan solitario, siente uno el temor que sea un espejismo.
Aquí solemos juntarnos algunas mañanas a pasar un rato. De ordinario somos los mismos: el señor Alcalde, el secretario, un jefe de Estación que veranea aquí y un servidor. Pero hoy nos hemos encontrado con un personaje más: el señor Juez de Paz. Estaba serio, la gorra, caída hacia atrás, dejaba al descubierto una frente amplia ya surcada de pequeñas arrugas y un mechón rebelde de pelo semicanoso que le daba un aspecto, mitad severo, mitad simpático.
Estaba tan pensativo que no se ha dado cuenta de mi saludo. Los ojos clavados en la tierra. Daba la impresión que iba a resolver un problema vital o un grave caso de conciencia. Después me enteré y la cosa no era para menos; aquella mañana se iba a celebrar un juicio y estaba dispuesto hacer brillar la Justicia.
Sentí curiosidad por ver cómo eran los juicios en mi pueblo. Yo recuerdo que, siendo muy niño, mi padre ocupo también este cargo judicial y me parece recordar que todos los juicios se resolvían con unas cuantas voces aparentes. Me senté en un rincón dispuesto a presenciar la escena.
Unos minutos de espera y comienzan a llegar hasta diez rapazuelos que habían querido lavarse la cara e intentando domeñar su cabello rebelde para asistir con la decencia que el acto requería.
El Juez les indicaba con el gesto-no hablaba- que tomaran asiento, y ellos se iban sentando en un barco, tan grande que no alcanzaban a apoyarse en el respaldo, ni lograban tocar el suelo con los pies.
El juicio iba a comenzar. Yo estaba impaciente por saber la acusación formulada contra aquel grupo de reos.
El Juez carraspea un poco, y con voz severa preguntó:
¿Quién ha roto la puerta del pozo artesiano del señor Teófilo?
Estaba yo rebuscando en mi mente algún episodio trágico para disipar la tentación de la risa, cuando oí un coro de voces acusadoras e iracundas:
¡El Chispa ha sido! -gritaban unos-; ¡el Camaño…! -vociferaban otros-. ¡El Chispa, el Camaño…!
Unos terribles campanillazos del Alguacil y unas voces espantosas del Juez, lograron restablecer el orden: después de muchos dimes y diretes averiguamos que el Chispa y el Camaño eran un mismo sujeto.
¡Si señor!; el Chipa arrancó la puerta – repitió uno.
Y la echó al agua –dijo otro.
Y decía que era un barco –apostilló un tercero- a quién las lágrimas de alegría le brillaban en los ojos.
El pobre Chispa estaba aterrado ante aquel torrente de acusaciones. Allí estaba, con la cabeza baja sin osar ni siquiera decir una palabra de defensa o, por lo menos, de disculpa. El reconocía esos delitos pero, dijo al fin con profunda humildad, que él no la había roto.
¿Quién la rompió entonces? –grito el Juez con voz estentórea.
¡Chelele, Chelele! –gritaron todos otra vez a coro-.
Y ¿quién es Chelele?
¡José, José…!
Estaba pensando que aquel dialogo tenía mucho de parecido a aquellos coros hablados de la época de Colegio, cuando se abre violentamente la puerta y aparece una mujer nerviosa y lívida por la ira. Era precisamente la madre de José, el Chelete, que venía a pedir una explicación de la llamada de su hijo ante los tribunales. Enterada del caso y convencida de que la mejor defensa era un buen ataque, se encara con el Juez y le dice:”Y qué, ¿tú y yo no hemos hecho muchas diabluras de pequeños? Y él –se refería al dueño del pozo- ¿no saltaba huertos mejor que nadie? ¿ya no os acordáis de eso? Además –iba a lanzar un argumento la cuestión terrible y decisivo –estas actuando en un juicio sin bastón de mando, y eso no vale…, tal vez pensaba yo, tuviera razón aquella mujer; pues aquel era un juicio que debía resolverse con unos pocos bastonazos.
Unos golpes prudentes en la puerta y aparece un anciano venerable, torpe de oído, que nos saluda con una amplia sonrisa que deja al descubierto un par de magníficos incisivos, creo que los únicos supervivientes. Era el abuelo de uno de los encartados. Se entera de la acusación y, con la mano en la oreja, deja caer esta pregunta que intentaba dirimir la cuestión por la base, “Señor Juez: pregunta Ud. Que quién ha roto la puerta del pozo…; pero, pregunto yo, ese pozo ¿tenía puerta...? “
Confieso que soy un profano en leyes, pero creo que no hace falta ser un Justiniano para ver que esta pregunta tenía una respuesta satisfactoria, el juicio podía darse por terminado.
Ya era la hora de comer y había que terminar.
Sin tener en cuenta la distinta culpabilidad de los acusados, el juez dictó una sentencia general: “Todos pagarán cinco pesetas al señor Teófilo”Quedaron conformes y prometieron pagar, pero no dijeron cuando.
Paulino Castañeda Delgado (nacio en Becilla de Valderaduey, el 22 de abril de 1927 - † en Madrid, el 20 de agosto de 2007). Licenciado en Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca (1951); Doctor en Teología, por la Universidad de Comillas (1965). En la Universidad Complutense cursó Filosofía y Letras, obteniendo el premio extraordinario en la Licenciatura (1960) y en el Doctorado (1963). Esta investigación fue publicada con el título La teocracia pontifical en la Conquista de América (Vitoria, 1965), reeditada en México por la UNAM, en 1996. Fue nombrado Secretario del Vicario Castrense (1970-1974).
En 1975 el profesor Castañeda se incorporó a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Sevilla, primero como agregado (1975-1981) y luego como catedrático (1981-1992). Fue director del Departamento de Historia de América desde 1984 hasta su jubilación en 1992. Posteriormente fue nombrado Catedrático Emérito de historia de la Iglesia y de las Instituciones Canónicas Indianas de la Universidad de Sevilla.
Su actividad investigadora ha sido muy prolífica.