Estación de San Bartolome, desde el Puente Mayor sobre el río Pisuerga
Una vez más he hecho el recorrido de Madrid a mi pueblo
natal. Y como casi siempre, a la salida de Valladolid, he tenido que esperar a
que pasara el tren. Es un tren familiar para los habitantes de estas aldeas,
desvencijado, y de una lentitud tan exasperante que le ha valido el
calificativo de “Tren Burra”.
Yo no sé lo que sería “el Burra” hace unos decenios, cuando
aún era joven; pero en la actualidad, para mí –reconozco que no soy ingeniero
de la Renfe- no sé cómo “el Burra” se
atreve salir a la calle cargado de viajeros y atravesar la campiña que se
extiende de Valladolid a Medina de Rioseco, constituye un misterio preocupante.
Recuerdo que a la Estación del “Tren Burra” de San Bartolomé
me dirigí una mañana de finales de Abril. Era Semana Santa. Hacía mucho calor,
y temiendo la afluencia de gente, me personé a la taquilla con dos horas de
anticipación. Pero no había más que unas pocas personas y, al parecer, todos
familiares o viejos camaradas…, porque todos estaban hablando confidencialmente
en un amplio corrillo.
¿Quién es el último, por favor? Pregunté.
¿Cómo dice usted?
Que quién es el último para sacar el billete.
Se me vuelve un hombre sanote, gordinflón; con una cara tan
colorada y risueña que parecía un anuncio de propaganda de las grageas
digestinas…, y enseñando unos enormes incisivos me dice:
Aquí no hay cola, señor. Aquí cabemos todos, el “el Burra” no se llena nunca.
Me tranquilicé.
Después de dos horas me acomode junto a la ventanilla de un
coche de segunda categoría, que era en “el Burra” la máxima. Era un coche viejo,
aunque no muy sucio, con una estufa de carbón en el centro, como la que
llevaban los carromatos de los húngaros o la que había en el Ayuntamiento de mi
pueblo.
Eran las diez; la hora de salida. Pero la gente no tenía
ninguna prisa por montar. La campanilla de la estación sonaba desesperadamente,
pero en aquel corrillo parecían todos sordos. El revisor aparece ubicado en el rectángulo de
la portezuela lanzando dicterios y amenazas, pero nadie se da por aludido. Por
fin arrancó, y solo entonces la gente comienza a despedirse…, corrían un poco y
subían al tren ; un ciclista seguía recibiendo los últimos consejos de un
anciano, que debía ser su abuelo…, nos persigue con su “Orbea”, la coloca sobre
un vagón cargado de piedras y sube tranquilamente, sin que nadie quedara
sorprendido por la hazaña.
Bueno, te digo, mis ojos estaban a punto de desorbitarse y
ya estaba casi perdiendo el control de mis nervios. Iban a ser las once cuando
“el Burra” de las diez se iba a poner seriamente en marcha. Ya estaba cruzando
las planicies de Villanubla; los páramos, una gran llanura; toda bañada de sol
en aquel mediodía caluroso. Unos hombres estaban tendiendo una línea de alta
tensión; y al contemplarlos desde la ventanilla de aquel tren de película, con
sus sombreros de pajas, en mangas de camisas, encaramados en aquellos
gigantescos postes metálicos, daban ganas de gritar: “¡Eh Wali! ¿Hay petróleo…?
En estas llanuras se paró el tren. Me baje y vi al
maquinista con una aceitera primitiva, dispuesto a engrasar algo… Me quedé
aterrado.
Volví a subir, mientras un apetitoso olor a tortilla de
patata había invadido el vagón. Aquellas gentes estaban comiendo su merienda. Una botella de
vino corría de mano en mano, sin escrúpulos; en cada Estación bajaban a
repostar.
Aquello se hacía interminable. Nadie podía calcular la hora
en que llegaríamos. Tenía que enterarme.
Al revisor me lo encontré en su garita. Era todo un poema:
zapatillas blancas, pantalón de color…, indefinido, tal vez de color nogal, con
dos remiendos gemelos, en las rodillas; las mangas de la camisa levantadas
hasta el codo y una gorra… ¡que gorra, madre mía! Sucia, grasienta, repugnante…,
con unos bordados de los cuales, haciendo un acto intenso de fe, podríamos
creer que un día fueron dorados. A él me dirijo.
¿Es usted el capitán de este convoy…?
Recibe mi pregunta con una sonrisa amplísima que hace caer
de sus labios una colilla apagada…
-Para servirle- me contesta complacido pero sin moverse de
su asiento.
Pues dígame “capitán”. ¿Cuándo llegaremos a Medina de
Rioseco?
El hombre seguía sonriente. Le agradaba aquello de “capitán”.
Yo también me sonreí, pues, sin duda por esos enlaces asociativos de imágenes,
recordé al capitán de aquel cascarón de bote, “la Reina de África”, y a Humphrey Bogart. Y me dije: lo mismo que él.
Creo que llegaremos dijo al fin, dentro de media hora. Allí
puede usted comer tranquilamente, y después, si le gusta el arte, admirar
bellos monumentos.
¿Monumentos?
Simulé curiosidad, aunque ya conocía aquellas joyas, me
interesé escucharlo de los labios de aquel revisor.
¡Oh! Sí; debe usted saber que Rioseco es la ciudad de los
Almirantes de Castilla: La India chica la llaman por sus ferias famosas. Tiene
usted que ver la iglesia de Santa María, toda de piedra “mu” antigua y “mu”
fría en invierno…
¡Ah! -Le corté indiscretamente- . Es una de estilo de
transición, con notas platerescas y barrocas, ya recuerdo. Tiene una maravillosa
reja en el coro y dos altorrelieves de San Pedro y San Pablo: la famosa capilla
de los Benavente y una bellísima Custodia de Arte…
Sí, sí; eso es. Pues tiene usted que verla. Pero ahora dispénseme;
tengo que ir a picar, porque ya estamos llegando.
Y haciendo con sus labios un gesto, como si hubiera chupado
un limón verde, se marchó.
Por fin llegamos. Y tuve que pasar la tarde en Medina de
Ríoseco, y una vez más admiré sus monumentos.
La iglesia de Santa Cruz, imitación de la de Jesús en Roma.
Con una pieza gótica 1518, una cruz procesional del siglo XVI y un frontal de
plata maciza de valor incalculable. La iglesia de Santiago, comenzada en 1548,
renacentista, pero de líneas góticas, con fachada herreriana y plateresca; y ábside
que es una de las mejores muestras del Renacimiento español. La iglesia de San
Francisco, de retablos platerescos, con unos barros cocidos y policromados de Juan
de Juni…
Todo bellísimo. Todo como una justa recompensa a un viaje
desagradable en el “Tren Burra” de Medina de Ríoseco.
Paulino Castañeda Delgado
Nota historica:
El“Tren Burra” que circuló entre 1884 y 1969 de Valladolid
a la localidad vallisoletana de Medina de Rioseco.
Esta concesión fue adquirida por la “Compañía del Ferrocarril Económico de Valladolid a Medina de Rioseco”,
empresa creada en Barcelona el 28 de febrero de 1881. El Banco de Cataluña se
encargó de financiar la construcción de esta línea. La inauguración del
servicio tuvo sucesivos retrasos, efectuándose finalmente el 13 de septiembre
de 1884.
Inaugurado en 1884,
uniría la estación de San
Bartolomé en Valladolid con
Media de Rioseco a través de 40 kilómetros. Más tarde se amplió hasta la
estación de Campo de Béjar
(cerca de la estación del Norte de Valladolid) en 1890 a través de las calles
de esta ciudad. Este último tramo fue clausurado en 1952 por el peligro que
suponía la circulación de trenes por las calles vallisoletanas.
Se mantuvo para el
tráfico nocturno de mercancías hasta 1961, momento en el que se produjo la
clausura y desmantelamiento del tramo urbano de la línea, desde San Bartolomé
hasta Campo de Béjar. En el solar de la estación de Campo de Béjar se levanta
hoy la Estación de Autobuses de Valladolid.
El 1 de junio de 1969
se decretó su cierre, que se produjo finalmente el 11 de julio de 1969 fecha
del último viaje de este tren,
que pervive en la memoria de muchos habitantes de Tierra de Campos.
Durante la década de
los cincuenta y sesenta atrajo la curiosidad de aficionados europeos y
norteamericanos que recorrieron Tierra de Campos tomando instantáneas de
uno de los últimos trenes a vapor de Europa. Entre ellos, Trevor Rowe, que escribió un libro
sobre este tipo de trenes en España Narrow Gauge railways of Spain, con un material
gráfico muy interesante.
Este tren es, hoy en
día, un efímero recuerdo, de los
castellanos mayores, aún se mantienen en pie algunas de sus estaciones, pero
muchas de ellas en estado ruinoso. Eran de ladrillo y tenían una misma planta.
En todas había un muelle cubierto y otro descubierto, con una grúa giratoria y
un puente/báscula.
En invierno, cuando
nevaba, era preciso echar tierra en los raíles para evitar que las ruedas
patinaran con lo que el viaje cobraba una dimensión aventurera de final
incierto, aunque por lo general feliz.
El desplazamiento
desde Valladolid a la estación de Medina de Rioseco, venía a durar una hora y
media. Las paradas obligadas del trayecto eran las dos de la capital, Campo de
Béjar y San Bartolomé, y las de Zaratán, Villanubla, La Mudarra y Rioseco,
además de dos apeaderos, Torozos y Coruñeses, que eran discrecionales.
El trenecillo se
detenía si había viajeros o previsión de que pudiera haberlos, de modo que la
hora de llegada era siempre aproximada. Durante estos años, Ríoseco cuenta con las dos
estaciones ya mencionadas, la de Abajo, también llamada "del Carmen",
por la cercanía de un convento de monjas, y posteriormente también bautizada
como Ríoseco Tránsito V. R.; y la de Arriba, que también es conocida como
Ríoseco San Juan o Ríoseco Castilla.